lunes, 13 de octubre de 2014

El Primer Paquete II


El Primer Paquete II


2a. Parte

Rosario
Rosario también nos visitaba a veces. Era nuestra amiga desde Carmelo, donde nació Ismael, y también había huido con sus dos hijos de la represión militar que se abatió sobre la ciudad en ese tiempo. Compartíamos con ella alguna pizza hecha en el horno de nuestra vieja cocina a supergas que habíamos recogido de los desechos. Nuestra vecina Maru nos había avisado u n día que había una cocina vieja en un contenedor, y allí fui yo a buscarla. El horno no calentaba bien porque estaba lleno de agujeros del óxido. Rosario era la compañera de un integrante de mi grupo tupamaro y viejo colega de educación física  y amigo. Ella no actuaba en operaciones, pero sabía de las actividades de su marido y hasta había escondido algún arma en su jardín. Ella me había trasmitido la instrucción, obtenida durante una visita a su compañero preso, de que tenía que irme del país porque los milicos tenían información sensible sobre mi actuación. Ella no había estado en prisión, pero cuando llegó una represión tremenda a la ciudad donde vivíamos, Carmelo, donde había nacido Ismael, su esposo preso de alguna manera comprendió que ella estaba en un gran peligro. 


Durante una visita a la prisión él le pasó con un beso en la boca una "pastilla". Esas pastillas se fabricaban con finas hojas de papel de armar cigarrillos escritas con letra muy pequeñita. Luego se envolvían en un trocito de hoja de plástico y se ataban fuertemente con hilo de coser; quedaban del tamaño de un botón. Era un riesgo enorme si los carceleros notaban algo raro durante la visita, pero él pensó que era muy urgente trasmitirle a Rosario esa información. En la "pastilla" había escrito que ella tenía que irse del país, a Buenos Aires, y llevarse a sus dos hijos consigo. Es muy posible que gracias a ese gesto heroico de su compañero, Rosario se haya salvado de la orgía infernal de torturas y bestialidad descarnada que condujo a la muerte de Chiquito Perrini, el heladero del pueblo y amigo nuestro y a la masacre brutal de más de medio centenar de jóvenes y algunos mayores en las mazmorras de tortura del cuartel de la ciudad de Colonia, incluidas varias violaciones, entre otras de una compañera madre de varios hijos.
Un día, comiendo una pizza con orégano, se le trabó una ramita en la garganta. Estaba muy dolorida  y la llevamos al hospital del barrio, pero a ese entonces ya se  había tragado la ramita, pero le quedaba el dolor que le hacía parecer como que todavía la tenía atravesada en la garganta.
Resonaba frecuentemente su risa cristalina, pero se notaba su tristeza por haber dejado a su compañero preso y por encontrarse forzada a vivir y trabajar en esa gran ciudad acompañada sólo de sus dos hijos.



Gonzalo
También venía Gonzalo con su familia. Gonzalo era un matemático brillante que fue contratado con todo un equipo de excelentes profesores de matemática uruguayos de la Facultad de Ingeniería, que habían quedado sin trabajo en Uruguay por el cierre de la Universidad de la República por todo ese año, ordenado por los militares. Con Gonzalo nos tirábamos a las aguas, posiblemente contaminadas, del Río Luján para nadar. Gonzalo tuvo que emigrar luego de ésto finalmente para Venezuela contratado como profesor en una universidad venezolana, cuando nos despidieron a todos los profesores de la Universidad de Buenos Aires, al ser intervenida por un cambio político. Gonzalo era asimismo un notable pintor, y culminó una increíble exhibición de dotes sobresalientes ganando luego de unos años un concurso de poesía en Uruguay. Fue uno de los pocos que obtuvo su grado de Licenciado en la Universidad de Buenos Aires, usufructuando los profundos conocimientos de matemática que ya transportaba desde Uruguay.
Sólo una persona tan notable puede ser modesta y hermosa al grado que era Gonzalo.
Gonzalo siempre venía con su familia, su mujer Beatriz y sus dos nenas cuando estaba soleado y siempre íbamos a la orilla del río a tomar mate a la uruguaya, con el agua caliente en un termo. Veíamos a los argentinos, que cebaban con una calderita, que ellos le llaman una pava, teniendo que recalentar el agua con un pequeño calentador que también tenían que llevar consigo.

Las inundaciones
Llegado el otoño, se registraron fuertes tormentas, con las abundantes lluvias consiguientes.
Un buen día salí a nuestra calle y me encontré que el río cercano había extendido sus brazos ciñendo la cuadra nuestra y que había una profundidad de más de un metro en el medio de la calle.
Cuando salió el sol, el agua aún no se había contraído, andaban botes enfrente mismo de nuestro apartamento en planta baja y algunos chicos del barrio aprovechaban para tirarse al agua casi desde la puerta de sus casas.
Cuando tenía que ir a trabajar a la universidad, tenía que salir con botas de goma hasta la rodilla para no mojarme los pies en el agua que cubría la vereda. Una vez llegado a partes más civilizadas me calzaba mis zapatos viejos, que tenía la previsión de llevar en un bolso.

Otras visitas
También venía a menudo Ana, hermana de mi viejo amigo Luis, a veces acompañada de su compañero Sarandí y casi siempre con su hija Ximena. Ana y Sarandí tenían miedo por Arielito, tan chiquito en ese lugar tan húmedo y frío en invierno.
Ellos no estaban tan pobres como nosotros y a veces nos llevaban algunas vituallas para preparar una pizza o un pollo asado, o algo por el estilo.
Con Ana salíamos a caminar por las orillas del río, llevando a Arielito en una especie de silla para niños con dos ruedas y dos patas fijas, que era lo que habíamos alcanzado a comprar para transportar al bebé.
Él dormía en el medio de nosotros para que no pasara frío de noche, pero creo que hasta un día lo apreté un poco en sueños.

Un buen día, el hermano de Lir, Bebe, nos llevó libros y otras cosas nuestras, incluso una estufa a kerosén en una bolsa enorme de lona y entonces estuvimos un poco más calentitos en ese invierno frío de Buenos Aires.

Naturalmente, no teníamos cama, pero nuestra amiga de Carmelo Nivia, que estaba también en Buenos Aires con su esposo argentino nos regaló una vieja cama que tenía, y hasta un colchón.
Éstos estaban en una casa que ella tenía en una isla del delta del Tigre, así que tuve que tomarme  una lancha e ir  hasta su casa para traerme la cama y el colchón.  Para descargar los largueros de la cama, que era desarmable, la lancha tenía que hacer una maniobra en el puerto, mientras yo iba agarrando las tablas desde el muelle, mucho más arriba. Creo que el conductor de la lancha me quiso hacer una broma y la separó del muelle antes de tiempo, dejándome con una pesada tabla de la cama tomada sólo de un extremo. Me parece que quedó sorprendido porque yo tenía entonces una fuerza enorme y logré levantar la tabla con apenas unos 20 cm agarrados. Desde allí llevé cama y colchón en un bus de los que llegaban hasta la esquina de nuestra apartamento.
El colchón era doble, pero durísimo, increíblemente rígido, pero en fin...era un colchón donde dormimos hasta el final, cuando nos embarcamos para Suecia.
Tampoco teníamos calentador de agua, así que nos bañábamos toda la familia los sábados en una bañera de plástico para niños en la que echábamos agua caliente, que luego atemperábamos un poco con agua fría.
Cuando Bebe nos trajo la bolsa de lona, tuvimos una especie de calentador de agua eléctrico, de origen brasilero, que calienta el agua a medida que va saliendo del caño, y se atornilla al mismo desde abajo. Entonces ya no tuvimos que bañarnos todos en la bañera de niños, pero entonces teníamos que aguantar los choques eléctricos que nos propinaba el calentador si, por descuido, llegábamos a tocar una canilla mientras nos bañábamos.

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Ricardo